Ésta de Alcorcón es muy suculenta porque apela a todas las ecuaciones posibles y a todos los refranes imaginables. El chico ganó, el grande perdió (como cantan Los Sabandeños). El Alcorcón se ha convertido en un símbolo que previene a los que Alfredo Di Stefano llama agrandaos. Los que se creen más grandes que otros simplemente porque son más fuertes o porque se creen indestructibles.
Todo Vitautas tiene su Landsberguis, o todo político tiene su Alcorcón.
¿Ya tiene su Alcorcón Camps? Tiene su Ferrari. Debe tener un ego bien agrandao, que diría la saeta rubia, porque en medio del lodazal en el que metió sus trajes y sus trajines fue capaz de dilapidar la prudencia yendo una tarde a las carreras. Hay políticos que no sobreviven a una foto, o a unos trajes, pero éste flota en medio de un vapor que él mismo estimula. Ahora se ha sabido, porque todos los días se sabe algo nuevo de este hombre, que Camps va a los sitios rodeado de una muchedumbre que lo aclama, gritándole, ¡presidente, presidente!
Puede haber varias hipótesis sobre la pertinencia de ese gesto coral. Y una de ellas, la que a mí se me ocurre, es que quizá esa gente le grita ¡presidente! para recordarle que lo es todavía.
Un chico se lo recordó el otro día, caminando por Valencia: usted es presidente, pero actúa bajo sospecha. A Camps no le gustó eso, y llamó a capítulo al muchacho. Dímelo a la cara. Antes había recolectado una metáfora macabra, la metáfora de las cunetas. Oltra fue más sutil, menos hiriente, pero él habrá ido a ver las crónicas de fútbol para averiguar qué demonios significa que alguien le advierta sobre su próximo Alcorcón.
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